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Las Manchas del Ocelote


En tiempos remotos, cuando todavía el hombre no habitaba la Tierra y ésta era el paraíso en donde animales y plantas vivían felices, había una loma llamada cerro de Huizachtépetl (Cerro de la Estrella) en lo que ahora conocemos como Iztapalapa, en ella moraba un ocelote. Aquel animal tenía la piel de color del Sol, además de suave y fina, sin una sola mancha que pintase su cuerpo. El ocelote no era feroz sino tranquilo y se alimentaba de frutos y raíces, no de otros animales. No es exageración decir que el ocelote era hermoso, ya que sus ojos relucían como lumbre mientras se paseaba majestuosamente entre los escollos; sin duda era el rey de todas las bestias del lugar.


Cuando llegaba la noche y acudía a saciar su sed al riachuelo, su hermosa figura quedaba reflejada en las aguas y entonces se sentía feliz. En muchas ocasiones se tendía a reposar bajo los árboles y a contemplar la inmensidad del gran lago, semejante a una lágrima de los cielos o, simplemente, se asombraba de los rumores del bosque. Aquel felino era un soñador que no sólo admiraba los encantos de la naturaleza sino también, durante las noches, gustaba de sentarse sobre sus patas traseras para pasar horas y horas vislumbrando el cielo y, por ese motivo, conocía a todos sus habitantes: la señora Meztli (Luna), la señora Citlapul (Venus), Manal Huiztli (Orión), Ixbapapalotl (Osa Mayor), Tezcatlipoca (Osa Menor), etcétera.


Una noche en que disfrutaba de la belleza del cielo, el ocelote descubrió un objeto desconocido que le sorprendió; se trataba de una preciosa estrella que lucía una cola brillante y larga que jamás había cruzado aquel cielo que él, como el mejor, conocía. Durante varias noches observó la estrella y pudo ver que pisaba con porte orgulloso los caminos azules del cielo; entonces al ocelote, el rey del cerro, le molestó aquella actitud un poco desafiante. Para él, la señora Meztli era inigualable en cuanto a magnificencia y hermosura. Otra noche, la nueva estrella peinaba su larga cabellera, cuando de repente Citlapul se dirigió al ocelote:


Hermano, tú que entiendes nuestro lenguaje, quiero decirte que no te asombres de que la intrusa esté muy a gusto en nuestro mundo. Es una estrella orgullosa que ha venido de fuera y no tardará en marcharse. Pero a pesar de las explicaciones de la estrella Citlapul, el ocelote no pudo dejar de odiar a la intrusa y, así, una noche alzó la cabeza hacia el cielo y dijo, mientras miraba a la recién llegada: --Escucha, forastera; debes saber que yo amo a la señora Meztli y admiro a todas sus hijas, las estrellas. Debes saber que desde que nací las he visto iluminar el manto azul del cielo… dime pues, ¿qué haces tú en su lugar? Entonces Citlalpoca (Estrella Humeante) se detuvo y le respondió terriblemente molesta:


--¿Quién te crees que eres para hablarme con ese descaro? Es sólo privilegio de los dioses contemplar mi hermosura. Y ahora escúchame bien, infeliz habitante de los montes: ¡no te atrevas a volver a dirigirme la palabra! Enojado y furioso, el ocelote le respondió:


--La señora Luna y sus hijas estrellas son mis amigas, y todas las noches conversan conmigo a pesar de su magnificencia. Las admiro porque las amo, y por ese amor que les profeso te exijo que abandones su hogar y dejes de pasear tu vanidad por los caminos que sólo le pertenecen a la señora Meztli.


--Debes saber, pobre ocelote—repuso Citlalpoca--, que del mismo modo que soy hermosa, también soy malvada. Mi aparición en el cielo anuncia la muerte de un guerrero, de un príncipe o de un rey. Y por si eso te parece poco, también soy mensajera de la guerra y del hambre. Todo ello es suficiente motivo para que me hables y me trates con mucho respeto. Al ocelote no parecieron importarle las amenazas de Estrella Humeante y le gritó desafiante:


--¡Nunca lograrás que te adore! ¡Tú no eres la señora del Cielo! ¡Sólo eres una perversa intrusa! –y luego le dio la espalda y se dirigió a su cueva. Pero Estrella Humeante parpadeó, lleno de rabia, y arrojó flechas de luz de su cola sobre el valiente ocelote. ¡Insensato! –exclamó al mismo tiempo--.¡Soy Citlamina, la “Estrella que arroja flechas”! Acto seguido, un horrible rugido de dolor se oyó en el Cerro de la Estrella, y la piel tersa de aquel hermoso ocelote, del color del Sol y sin una sola mancha, quedó quemada en distintas partes.

Desde esa noche, el ocelote –o jaguar—, ostenta grandes manchas negras sobre su piel.



Estamos Conociendo México a través de los mitos.

Ale Salazar

Noviembre 25, 2015


Tomado del libro "Mitos y leyendas de los aztecas", Selección de Francisco Fernández, 2005.


*Imágenes de la red, créditos a quienes correspondan.







 
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